Dijo que amaba la música cuando retiró el cobertor de un hermoso piano negro.
Luego, se sentó en un taburete y estuvo
observándolo tranquilamente desde allí, antes de comenzar a relajar y
estirar las manos con ligeros movimientos de dedos y muñecas. Repitió
que amaba la música al acariciarlo, al levantar la tapa del teclado, al
acercar el taburete y al colocar los pies sobre los pedales. Tocó unas
cuantas notas armónicas después.
Una vez que el silencio volvió a la sala,
estiró de nuevo los dedos y los colocó sobre el teclado del hermosos
piano negro sin llegar a posarlos en él. Respiró hondo y cerró las
manos.
Levantó los puños y, de súbito, aporreó
las teclas haciendo salir de la caja de resonancia un sonido estridente.
Repitió la misma operación tres veces y tres veces afirmó que amaba la
música.
Descansó. Se puso de pié y retiró el
taburete. Permaneció frente al hermoso piano negro durante unos
instantes hasta que, agarrándola con las dos manos, arrancó la tapa del
teclado de un tirón fuerte y seco. Con la tapa en la mano dio una vuelta
alrededor del piano y comenzó a golpear con ella el bastidor haciendo
saltar astillas por doquier. Con un susurro recordó que amaba la música y
volvió frente al teclado para, con suaves movimientos de vaivén, hacer
sonar arpegios tremendamente desafinados.
Se retiró y contempló de nuevo el hermoso piano negro, ahora deteriorado y dañado. Se retiró aún más, como tomando carrerilla.
Y corrió hacia el piano. Gritó que amaba
la música en plena carrera y saltó al interior del bastidor reventando
varias cuerdas. Volvió a saltar sobre el cordal y el clavijero hasta que
no quedó ni una sola intacta. Saltó de nuevo fuera del bastidor y
volteó el piano contra el suelo. Tronchó las patas, las hincó junto al
mecanismo de percusión y se detuvo con los brazos en jarra.
Entre un reguero de astillas, cuerdas y
teclas blancas y negras, y con la camisa blanca teñida de sangre roja,
alzó los brazos, miró hacia el techo y con un bramido hizo retumbar en
el auditorio lo mucho que amaba la música.
Tendido en el suelo, descuartizado y hecho añicos, quedó el hermoso piano negro.
Era negro zaino.
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